jueves, 29 de marzo de 2012

Patricio Valdés Marín




La naturaleza es el ámbito de la existencia de la humanidad y los seres humanos somos parte de ella. La naturaleza se rige por sus propias leyes, y si nosotros queremos entender lo que allí ocurre, debemos comprender estas leyes. Desde el advenimiento de la ciencia moderna, hemos aprendido bastante, aunque falta mucho aún para saber lo suficiente. En primer lugar, hemos llegado a saber que el universo se originó en el big bang a partir de una energía infinita. Podemos también especular que ésta se condensó en partículas fundamentales específicamente funcionales para, en el curso del tiempo, irse estructurando en estructuras cada vez más complejas y funcionales en sucesivas, mayores e incluyentes escalas. En la medida que las estructuras se hicieron más complejas, conteniendo inclusivamente subestructuras de muchas escalas inferiores, las posibilidades de estructuraciones diversas aumentaron. Y estas posibilidades han ido dependiendo de las funcionalidades de sus propias subestructuras y de la funcionalidad de la nueva estructura en su propia escala.

Hemos llegado a saber también que las cosas del universo no han llegado como son desde la eternidad y que no son inmutables. Las cosas que existen en la actualidad son producto de una larga evolución, del mismo modo como las cosas del futuro serán distintas de las actuales. Esta característica es válida también para las cosas sociales y políticas, como Estados, parlamentos, leyes, naciones, democracias, mercados, propiedad, etc. Hemos aprendido que las cosas del universo no tienen una existencia ideal, sino que de lo posible; y lo posible tampoco se alcanza plenamente. En tanto realidades concretas estas cosas no son perfectas ni corresponden a un patrón ideal, siendo siempre son perfectibles, y también pueden degradarse y hasta desaparecer.

Podemos deducir que lo posible emerge en el conflicto de la infinita multiplicidad de fuerzas que intervienen en cualquier estructuración. La posibilidad de la existencia de un león depende de su capacidad para matar cebras, gacelas y antílopes. La posibilidad de la existencia de una nación depende de su capacidad para ocupar un territorio, mantenerlo independiente y defenderlo de sus vecinos. El paraíso del Edén de nuestra biosfera es descrito mejor por las leyes naturales que rigen los ecosistemas que por el libro del Génesis, y en dicho paraíso cada ser viviente es una inocente presa y un letal depredador a la vez. Carlos Darwin (1809-1882) nos enseñó que los seres vivientes han evolucionado según la selección natural. Y esto significa que la habilidad para sobrevivir y reproducirse de un ser viviente depende de su capacidad para ser más eficiente en procurarse el sustento y en protegerse de las amenazas.

Cuando nos referimos a la supervivencia y la reproducción de los organismos vivientes, incluyendo los seres humanos, entendemos que tales son sus características funcionales fundamentales, siéndoles dependientes todas las demás funciones que cualquier ser viviente pudiera tener. Podemos comprender que lo que es decisivo es que si un organismo nace a la vida es porque sus progenitores sobrevivieron y se reprodujeron. Sabemos que estas características fundamentales se transmiten genéticamente y evolucionan en las distintas especies biológicas para ser aún más eficientes. El organismo que nace las posee y su acción durante su existencia se comprenderá por estas funciones decisivas.

Aprendimos que supervivencia significa un estado del orga­nismo biológico por el cual éste genera autónomamente fuerzas para aprovechar la energía del medio o contrarrestar aquellas fuerzas que tienden a destruirlo, y que este estado no es estático, sino que implica una continua lucha. Para Herbert Spencer (1820-1903), en la lucha sobrevive el más apto, y esta aptitud se refiere a la capacidad individual para sobrevivir y dejar descendencia. Podemos entender que la supervivencia es entonces un estado tensional entre la vida y la muerte, entre el desarrollo y la decadencia de un organismo en un medio ecológico determinado o ecosistemas. En términos existencialistas, es la lucha por la existencia que exige un esfuerzo por ser y un rechazo a la nada. Podemos entender también que la reproducción es el mecanismo que la evolución biológica ha diseñado para que las especies puedan prolongarse en el tiempo y propagarse por la biósfera sobre la base de la satisfacción sexual de los individuos bisexuados que la componen. Así, mientras la satisfacción de los apetitos es funcional a la supervivencia, la satisfacción de los apetitos sexuales y también maternales es funcional a la prolongación y propagación de la especie.

Sabemos sin embargo que la ley de la selva no es una lucha de todos contra todos. En primer lugar, la lucha no se da entre miembros de una misma especie, excepto cuando se compite por la misma hembra, y en estos casos aquella es bastante ritualizada y rara vez algún macho resulta muerto. En segundo término, cada especie depreda dentro de un nicho ecológico particular. Así, los leones prefieren comer regularmente, como sabemos, cebras, gacelas y antílopes, pero no cocodrilos, hipopótamos y jirafas. En tercer lugar, cada individuo mata sólo para satisfacer su hambre y particularmente a presas debilitadas.

Comprendemos no obstante que estas características que rayan la cancha para todos los organismos vivientes no son enteramente válidas para nosotros como seres humanos. Sabemos que nuestra inteligencia es capaz de idear modos para depredar en todos los nichos ecológicos si ve allí alguna utilidad. Además, nosotros aprendemos a deleitarnos con todas las sutilezas que permiten satisfacer nuestros apetitos más nimios. Esto es cierto, pero no es toda la verdad. Nuestra capacidad de pensamiento racional y abstracto no sólo nos ha posibilitado ser la especie biológica con mayor éxito en cuanto a su depredación y ocupación de nichos ecológicos, sino que nos ha permitido dar el gigantesco paso entre una tropa de primates y una sociedad humana, entre el determinismo biológico y la civilización, entre una comunicación emotiva e instintiva y la cultura, entre el saber instintivo y el conocimiento acumulativo.

Si lo que fundamenta la estructuración política son nuestras tendencias centrífugas y de apertura que se asentaron genética­mente en el largo curso de la vida tribal de nuestros antepasados, la estructuración económica surge de nuestras tendencias centrípetas que son propias de la funcionalidad fundamental en tanto organismo viviente que lucha por la existencia. La estructuración socio-política-económica es fruto de nuestra inteligencia que persigue la supervivencia y reproducción, la solidaridad y cooperación y la libertad y autodeterminación. Una estructuración tal que satisfaga estas tres duplas de anhelos podría encarnarse por largo tiempo sin provocar los dolorosos conflictos sociales a los que nos hemos habituados.




Lo posible puede ser imaginado por un ser humano y puede constituirse, más que en una aspiración, en un proyecto para su acción intencional. Un ser humano no sólo puede conocer la realidad con mayor o menor verdad, es decir con mayor correspondencia entre su idea y la realidad, también puede imaginar realidades posibles, las que pueden ser más o menos apetecibles. Un ser humano puede comunicar esta imagen o esta idea de una realidad posible y compartirla con los demás miembros de su comunidad. La política trata de la acción social para hacer de lo posible y apetecible una realidad.

A diferencia de los primeros filósofos griegos, quienes centraban su interés en la naturaleza física del universo, los pensadores contemporáneos están imbuidos en la problemática socio-política-económica, muchas veces motivando la acción social, política y económica, y han dejado para los físicos y biólogos los problemas filosóficos de la naturaleza, como si fuera un apartado del cuerpo del saber que poco tiene que decirnos acerca de las cosas que aparentemente más nos afectan o que creemos que más podemos afectar. Sin embargo, tanto los asuntos físico-químico-biológicos como los socio-político-económicos pertenecen de hecho al mismo fenómeno del universo, respondiendo a sus mismas leyes. Existen no obstante dos diferencias entre ambos ámbitos de fenómenos: 1. En los segundos interviene la intencionalidad humana y se desarrollan en escalas de gran complejidad, y 2. También los segundos están sujetos a un devenir extremo en comparación con los primeros, por lo que resulta muy difícil hallar conceptos más estables para describirlos.

La intencionalidad, que es una característica tan humana por provenir del pensamiento abstracto y racional de cada persona, en cuanto factor causal de los fenómenos socio-político-económicos, es capaz de distorsionar hasta la lógica más sensata y de escurrirse insidiosamente en las doctrinas más cerebrales, haciendo imposible que las ciencias sociales lleguen a tener la misma certeza que las ciencias naturales. Muchas veces, cuando queremos explicarnos los movimientos políticos y sociales, suponemos que existe una racionalidad perfectamente discernible, objetiva y que trasciende lo subjetivo, cuando lo que se encuentra es, en la mayor parte, pasión, orgullo, envidia, temor y codicia.

Ciertamente, al ser humano no se le puede encasillar en cuanto causa determinista, o cuando menos probabilística, dentro de los fenómenos que estudian las ciencias sociales. En su calidad de actor libre y social él no sólo es capaz de los mayores sacrificios por el bien del prójimo, sino que lo frecuente es que induzca o simplemente obligue al prójimo a los mayores sacrificios por el bien de sí mismo. Pero si sólo fuera un agente únicamente egoísta, se le podrían aplicar parámetros normativos deterministas y ser analizado como cualquier otro fenómeno (físico o biológico) de la naturaleza. El problema que se interpone para conseguir que las ciencias humanas sean más exactas es que el ser humano es también capaz de amar intensamente y de actuar sin el más mínimo interés egoísta.

En realidad la acción humana es una combinación de factores contradictorios. Ella es tanto individual como social, es tanto moral como ética y legal, es tanto privada como solidaria, es tanto egoísta como altruista, es movida tanto por la sensatez como por la locura, es el producto tanto de la mayor sabiduría como de la mayor insensatez. Pero si vamos a hablar del ser humano, debemos referirnos primero a las cosas más universales, y en especial a sus aspectos biológicos y antropológicos, pues son las condiciones que encauzan su acción intencional.

Además del condicionamiento biológico fundamental de la supervivencia y la reproducción, los seres humanos estamos condicionados antropológicamente para desarrollar nuestras existencias en un ambiente social y colectivo. A consecuencia de millones de años de evolución y la adquisición cualitativa de una mayor inteligencia, nuestro comportamiento no resulta ser ni solitario ni de manada, sino que social. El ser humano es un ser eminentemente social. En la tribu la acción del individuo es solidaria y cooperadora. Cada cual es atendido por los otros según sus necesidades y cada cual entrega sus esfuerzos a los otros según sus capacidades. Por una parte, la tribu es el antecedente de toda estructuración sociopolítica ulterior. Por la otra, la estructura social, de la cual el individuo es una parte, no es posterior al todo que es una persona, siendo ambas estructuras igualmente contemporáneas.

Sin embargo es posible observar que, mientras dentro de una misma tribu, cada individuo es sujeto de cariño y respeto, entre tribus distintas existe antagonismo y rivalidad. Cuando el mundo político evoluciona a sociedades más complejas, la mentalidad ancestral sigue gravitando, quedando siempre pendiente en estas nuevas estructuraciones sociales la cuestión de la real extensión de la tribu y de cuáles grupos sociales son rivales y antagónicos. En nuestro mundo contemporáneo de grandes masas poblacionales y de múltiples y diversas funciones la idea de nación encarna el deseo de identificación tribal. Pero para que esta gran unidad social llegue a funcionar, las diferencias y particularidades grupales y tribales deben ser opacadas por una poderosa identidad nacional. En una escala superior a la nación, es posible que algún día llegue cuando las diferencias y las rivalidades nacionales, que motivan tantos conflictos, algunos hasta catastróficos, puedan ser superadas en una identidad global que respete las diferencias y las particularidades locales.




La vida en sociedad es tan esencial para los seres humanos como el propio medio natural. Un ser humano sobrevive y se reproduce junto con otros seres humanos tanto en una comunidad de intereses como en un medio de recursos escasos. Por otra parte, un ser humano se asocia naturalmente con otros para compartir, y se disocia naturalmente para competir. Por la primera tendencia se identifica con un grupo. Por la segunda, se distingue de otros grupos.

A algún igualitario muy bien intencionado le gustaría imaginar el tejido social de todos los seres humanos como un continuo homogéneo de individuos, todos iguales, en una amplia y natural fraternidad, habitando libremente la superficie de la Tierra, cada uno dando según sus posibilidades y recibiendo según sus necesidades. Por su parte, otro, sin duda mucho menos ingenuo, no podría imaginar continuidad alguna, sino que vería hondas separaciones longitudinales y transversales que dejan espacios dentro de los cuales los individuos se agrupan tanto que generan espacios que los segregan de otras agrupaciones. En esta imaginería podríamos suponer que las separaciones longitudinales son divisiones geográficas naturales y dividen al gran conjunto de los individuos en naciones que ocupan territorios definidos, compartiendo etnia, religión y cultura, en tanto que las transversales son divisiones principalmente económicas, y disocian al gran conjunto de individuos en clases sociales.

Es explicable que los seres humanos se dividan en naciones. El compartir un territorio común significa probablemente compartir también un mismo origen, una misma cultura y una misma etnia, fenómeno que los nacionalismos han puesto como el punto de partida de sus fóbicas ideologías. Todas estas características posibilitan la comunicación y principalmente la adquisición de una sólida identidad nacional. Lo que cuesta más entender es por qué los individuos de una misma nación están segregados por cuestiones sociales, cuando la proximidad natural junto con las permanentes oportunidades para dialogar, afines a la cooperación, debieran producir una intensa asociación entre iguales.

En las escalas de estructuración que estamos tratando, las cosas son aún más complejas. Existen otras causas para los fenómenos de las divisiones nacionales y sociales y del sentido personal de pertenencia e identificación. Las causas para tanto nuestras actitudes de solidaridad y cooperación como de rivalidad y antagonismo se encuentran en nuestra estructura genética. Por una parte, la evolución biológica nos condicionó para luchar con el objeto de sobrevivir y reproducirnos. Por la otra, nuestra especie fue moldeada por millones de años de vida en manada y posteriormente de vida tribal que imprimieron a fuego esta impronta en el genoma humano.

En gran medida el comportamiento social de los seres humanos está determinado genéticamente. Nuestra psicología social debe mucho a nuestro pasado tribal. En primer lugar, en los tiempos prehistóricos un individuo no sólo se identificaba con su tribu, sino que tenía conocimiento personal de todos sus miembros, normalmente de treinta a sesenta individuos. Recíprocamente, él era también aceptado y tratado personalmente, querido y respetado. Tribus vecinas, merodeadoras en los mismos territorios, eran consideradas como una amenaza y, por tanto, como enemigas potenciales, máxime si pertenecían a otras etnias y culturas y si no tenían vínculos de sangre. En segundo término, en su calidad de organismo biológico un ser humano persigue fundamentalmente sobrevivir y reproducirse, y experimenta que su ámbito social le resulta funcional para sus aspiraciones vitales. Probablemente, una tribu tenía una mayor identificación con la ocupación de un territorio particular que con la posesión de recursos.

En el juego social, existe naturalmente una gran medida de interés individual, puesto que cada cual funciona en favor de su propia supervivencia y reproducción. También allí existen poderosos intereses de grupo, ya que los individuos se identifican con naciones cuando ocupan un mismo territorio, y con clases sociales cuando tienen similar grado de posesión de los medios de producción, según Kart Marx (1820-1883), o, más genéricamente, cuando poseen similar actividad económica.

La expresión cultural de estos intereses tan variados se oculta tras una articulada estructura ideológica. Podemos suponer que una ideología no es más que el disfraz de la codicia de una particular nación-clase social que persigue modificar ya sea el equilibrio de poder internacional o el medio social nacional para que se adecue mejor a los propios intereses del grupo social en cuestión. En este esquema las alianzas se pueden buscar ya sea en la nación si lo que se persigue es un predominio internacional, ya sea en las clases similares de otras naciones si lo que se busca es establecerse más sólidamente en el propio territorio.

En nuestra era, que ya tiene algunos siglos de duración, las estructuras políticas se han ido modelando como naciones-Estados entre las separaciones longitudinales. El territorio las delimita. Además de comprender una población, un territorio es un enclave estratégico y contiene riquezas. La ambición por riquezas de otra nación, o la defensa de sus propias riquezas que podrían ser apetecidas, acrecienta el natural nacionalismo de una nación. Pero el peligro del nacionalismo es que el Estado, órgano de promoción de la nación, adquiera tanto poder que llegue a dominar al individuo, restándole libertad y restringiendo sus derechos, so pretexto de la subsistencia nacional. Cuando lo propio ocurre entre clases sociales, aumenta la identidad de clase hasta detener toda movilidad social y establecer institucionalmente el dominio y el sometimiento de una clase por otra.

Cuando la violencia es el medio empleado para obtener lo codiciado, se habla de guerra propiamente tal en el primer caso, y de guerra civil en el segundo. Marx no vio más que lucha de clases, incluso la incentivó con su Manifiesto Comunista (1848) para una pronta toma del poder por el proletariado. Sin embargo, la guerra parece ser aparentemente más natural en las luchas entre naciones que entre las clases.

Ocurre que la lucha política dentro de una nación-Estado es permanente pero soterrada. Tiene rituales muy desarrollados que impiden que esta lucha se exteriorice en un conflicto armado, como una guerra civil. Estos rituales están normados en primera instancia por la constitución política del Estado. En cambio, a falta de este tipo de rituales, los Estados pueden fácilmente llegar a las armas por situaciones nimias, las que podrían ser fácilmente resueltas por una diplomacia más hábil y una mejor voluntad. En una guerra internacional lo corriente es que no exista una instancia superior con suficiente poder que impida la agresión de una nación por otra.

Uno de los posibles resultados de la guerra entre pueblos o naciones es la conquista de una por la otra. La guerra de conquista termina en el sometimiento del pueblo conquistado por los conquistadores y en el establecimiento de una separación rígida de clases con la aparición de una clase sometida, encargada de trabajar y servir, y de una clase dominante que pasa a ocupar el poder político y a apropiarse de los medios de producción.




Marx, observando la enorme diferencia entre los ricos y los pobres, dedujo, primero, que existía una comunidad de intere­ses para los ricos y otra para los pobres, y, segundo, que cada comunidad, que él identificó con una clase social al hacerla depender de la posesión o no de los medios de producción, está determinada por los modos de producción. Así, la sociedad está dividida entre aquellos que poseen los medios de producción y aquellos que no tienen otra cosa que ofrecer que su propio esfuerzo físico para lograr obtener su pan para alimentarse. De este modo, en el tejido social de una nación, no sólo unos explotan y otros son explotados, sino que también esta relación genera una permanente “lucha de clases” entre quienes persiguen someter a otros y quienes persiguen liberarse de ese sometimiento, siendo el culpable de esta situación, claro está, la posesión de los medios de producción en manos de los explotadores.

Ciertamente, la posesión de medios de producción confiere enorme poder a su propietario, quien lo puede emplear para aprovecharse de quien se ve obligado a trabajar para él. Probablemente, en su época Marx no logró entender que anterior a la posesión de los medios de producción está sencillamente la posesión de capital. Quien posea el capital, ya sea el Estado o los privados, adquiere un enorme poder económico. Si este poder no es controlado, regulado y fiscalizado por el poder político, entonces pueda llegar a avasallar a la mayoría desposeída.

El capital es una de las unidades discretas de la estructura económica productiva, pero es una extraordinariamente importante. El capital es como la energía contenida en un combustible: produce fuerza. Tal como la gasolina hace andar un motor, el capital hace andar la economía. Pero, a diferencia de la gasolina, cuya energía se consume por completo cuando se combustiona, el capital tiene por función principal la regeneración de la energía gastada más un incremento. Cuando se invierte en la actividad económica, se pretende recuperarlo junto con un beneficio. El capital es la energía acumulada que se libera en el proceso de producción y que corresponde al precio que se debe pagar para desarrollar y diseñar el producto, realizar los estudios de mercado y determinar el segmento de mercado, confeccionar el proyecto de evaluación económica, organizar la empresa, adquirir o alquilar el terreno, los elementos de trabajo y las maquinarias, implementos e instrumentos, cubrir los costos de la puesta en marcha, promover el producto, adquirir insumos, cancelar por el trabajo de producción, cubrir los costos de almacenaje, pagar fletes, etc.

Desde el punto de vista de posesión, el capital se refiere a los derechos sobre dicha energía acumulada. En este sentido, los derechos pueden pertenecer al Estado y/o particulares, y se expresan a través de la compra, la venta y la obtención de utilidades de esta energía acumulada cuando se invierte o se recupera la inversión. El capital es intencionalmente invertido con el propósito de recuperarlo en un plazo mediano y de obtener un beneficio en el plazo corto. Se invierte para que al cabo de un tiempo determinado se recupere superando la inversión. Toda inversión involucra riesgo y si el objetivo es la obtención del mayor beneficio posible, el capitalista intentará por todos los medios a su alcance minimizar los riesgos y hacer el mejor negocio posible. Ello pasa incluso por influir en una legislación que favorezca sus intereses, aún a costa del bien común y de las necesidades de los trabajadores. Es interesante advertir que el capital, como toda fuerza, actúa principalmente en el tiempo, pero, excepto cuando está invertido, es independiente de un espacio concreto, pues traspasa todas las fronteras políticas. En resumen, lo que lo caracteri­za es que el capital llega a ser un factor de la producción absolutamente desequilibrante y hegemónico, pues si tiene la capacidad de comprar los restantes factores de la producción, también los puede dominar y controlar.

En la era actual de predominio del capital privado, de su gran acumulación y enorme concentración en la economía global, la división social se da no entre empresarios y proletarios, sino que entre capitalistas y trabajadores. Sucede que existe una asimetría entre capital y trabajo en que se produce tanta demanda por capital como oferta por trabajo. El resultado es por una parte el encarecimiento del capital, lo que se traduce en mayores beneficios para su poseedor y un consecuente aumento de su dominio, y recíprocamente por la otra, el abaratamiento del trabajo, lo que significa menores remuneraciones relativas y mayores dificultades para sobrevivir del grueso de la población.

Si en tiempos de Marx y mucho antes el poder económico gravitaba decisivamente en el poder político, en la actualidad el poder económico es omnipresente y virtualmente omnipotente. Gracias al poder económico los anhelos de supervivencia de los seres humanos pueden ser satisfechos hasta en demasía y el desarrollo y el crecimiento económicos de una nación pueden ser materializados. 

A causa del descomunal acrecentamiento del poder económico, el poder político debe hacer extraordinarios esfuerzos para impedir que aquél llegue a reemplazar por completo la voluntad soberana del pueblo. Para impedir las pretensiones políticas del poder económico y al mismo tiempo posibilitar el desarrollo y el crecimiento económicos nacional la mayor parte de la legislación en una democracia está dirigida a regular y fiscalizar el poder económico.




En el curso de este ensayo se analizarán las estructuraciones humanas supra-individuales teniendo como punto de partida al ser humano, su único actor y beneficiario. Si de la primitiva estructuración tribal no ha derivado natural ni históricamente una estructura social y política de paz y justicia, sino que todo lo contrario, se ha debido en especial a la estructuración económica, uno de cuyos más poderosos motores es la codicia y el egoísmo extremo. No obstante, la estructuración social y política no depende exclusivamente de condicionamientos genéticos de socialización ni de condicionamientos psicológicos ciegos puramente egoístas. La razón humana tiene la capacidad para imaginar y crear estructuras más justas y más humanas que persiguen tanto el bien común como la obtención de aquellas características que permiten la libertad, la igualdad y la fraternidad de los individuos. La historia de la civilización no es otra cosa que los distintos esfuerzos realizados para construir una sociedad que permita mayores grados de manifestación de las inquietudes humanas, las que se expresan como derechos humanos.

Veremos que la superación de la división social en otra escala es la estructuración de la democracia. Esta se basa en el gobierno de la mayoría, y supone la igualdad de los seres humanos frente a la ley, sin importar credo, raza o sexo. Puesto que la igualdad económica es imposible en una economía capitalista, al menos una democracia liberal, o neoliberal, debe tener por objetivo velar por la igualdad de oportunidades. No obstante, el enorme y creciente poder del capital en manos cada vez más reducidas es una amenaza tan grave para la libertad individual como el totalitarismo nacionalista más tiránico, con el agravante que establece diferencias sociales aún mayores que el feudalismo, explota muchas veces a los seres humanos en forma más inmisericorde que la esclavitud y manipula sus conciencias e intenciones por medio de la publicidad y el control de los medios masivos de difusión.

En cuanto a la superación de las divisiones nacionales en una escala superior, se vislumbra una solución parcial en la estructuración de las comunidades de naciones, que son agrupaciones que siguen el principio que afirma que la unidad hace la fuerza, y también en el fortalecimiento de la comunidad única de naciones, concretada con muchas fallas en la Organización de las Naciones Unidas.

En el desconocimiento de las complejas instituciones de la estructura política a las teorías conspirativas, en boga, les es fácil suponer que las decisiones que afectan a la estructura socio-política y a sus millones de individuos sean tomadas por alguna mente inescrutable o un grupo que actúa tras bambalinas, cual “eminencia gris”. Por otra parte, nadie desea que un gobierno sea tan impersonal que se salga del margen de la racionalidad humana. De ahí que muchas veces pareciera que no es tan importante de dónde realmente procede la autoridad que inviste al poder político como que su cabeza sea reconociblemente humana, de modo que tenga mayor posibilidad de ser interpelada que de ser objeto de honores.

No existe consenso entre los estudiosos de la política que los mecanismos que pueden asegurar la paz, el orden y la justicia social deban ser controlados necesariamente por la acción del Estado. Algún creyente en el ordenamiento jurídico supondrá que las leyes pueden por sí mismas llegar a establecer dichas condiciones. Adam Smith (1723-1790), por su parte, creyó que si cada cual actúa para sí mismo, bajo el imperio de la ley de la oferta y la demanda, se asegura la paz y el orden social. Marx, como vimos, hizo hincapié en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción para terminar con la lucha de clases. Del mismo modo como de la tribu se ha transitado a la ciudad-Estado y al imperio, y de éste a la nación-Estado moderno, sin omitir las raíces biológicas-antropológicas de la tribu que determinan nuestro comportamiento, pienso que una condición para superar los conflictos sociales que separan naciones y clases se encuentra en una correcta estructuración de aquellas unidades contradictorias en una escala superior. Al menos, la esperanza que tenemos los humanos de un mundo mejor es siempre posible si nos esforzamos en construirlo con un gran respeto por la vida, la libertad, la justicia y la naturaleza.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo ha sido extraído del Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://www.forjapueblo.blogspot.com/), Introducción.